Blogia
FRANZ

MAQUILLAJE DE OTROS TIEMPOS

MAQUILLAJE DE OTROS TIEMPOS

 

La costumbre de pintar los labios, la cara y el cuerpo estuvo conectada, en la Antigüedad, con un significado religioso, heredero tal vez de usos anteriores practicados por el hombre del Neolítico, que vinculó estas prácticas con la magia. Este rito religiosos/guerrero no tardó en evolucionar hacia la estética, en un intento de mejorar el aspecto exterior.

 

Cuando Cleopatra, reina  de Egipto, en el siglo I a.C. escribe su famoso manual de cosmética, no hizo otra cosa que recoger los cientos de recetas donde se concentraba el saber del antiguo Egipto en lo que atañía coloretes, cremas, pastas y perfumes. Cleopatra se sombreaba los ojos en tonos verdes; se pintaba los labios de negro con reflejos azulados; se daba color de tonos rojizos en manos y pies; las venillas de los pechos, siempre al descubierto, se señalaban con azul mientras se daba a los pezones una capita de oro.

 

Las cosmetólogas egipcias de la Antigüedad tenían remedio para todo lo relacionado con los problemas de la piel. Por ejemplo, las manchas en la cara se trataban con una mascarilla preparada a base de cera, aceite, estiércol de gacela o de cocodrilo y hojas de enebro molidas, todo ello mezclado con leche fresca, y aromatizado con incienso.

 

Entre las recetas extravagantes a lo largo de la historia de la cosmética, en Oriente, a fin de revitalizar la piel ajada y devolverle su tersura, se recomendaba: “ Falo de buey y vulva de ternera, a partes iguales, debidamente secados y molidos”. Resulta curioso el parecido de aquella milenaria receta con la actual, para el mismo fin, de ” inyecciones de células de feto de ternera”.

 

Las primeras noticias históricas relacionadas con el pintalabios proceden del Egipto pre-faraónico y tiene más de cinco mil años. En aquella exquisita civilización, en la que tan importante fue la cosmética, nadie era enterrado sin sus útiles y substancias de adorno corporal. Así, cuando en 1920 el arqueólogo inglés H. Carter abrió la tumba de Tutankamon, que reinó hacia el año 1350 a.C., encontró gran variedad de jarritas con cremas para la piel, distintos lápices de labios y colorete para las mejillas. Todavía conservaban su fragancia los perfumes y ungüentos, a pesar de los más de tres mil años transcurridos.

 

Desde entonces, hasta la época de Cleopatra, hombres y mujeres de la casta sacerdotal, la nobleza y el entorno del faraón se pintaban los labios en un color rojo pálido.

 

También entre los antiguos pobladores de España, los íberos, existía esa costumbre, reservada tal vez a la casta sacerdotal. Tanto la Dama de Elche como la de Baza  estuvieron pintadas en su tiempo y sus labios fueron rojos como el carmín. También los reyes de la antigua Media, en la antigua Persia, Irán actual, eran muy aficionados a pintarse los labios. Al rey Astiajes, cuentan los historiadores griegos, le gustaba pintárselos y gustaba de acicalarse con rayas de lápiz de color debajo de los ojos, y daba carmín a su cara, e incluso se colocaba una llamativa peluca. Y no es que el rey en cuestión fuera un individuo equívoco: la moda y su status regio así se lo exigía.

 

De Egipto pasaron estos usos cosméticos a Grecia y Roma, aunque por lo general el uso del pintalabios cedió. Al parecer era una de las cosas que los diferenciaba de los pueblos medio-orientales. Pero aunque la cultura griega fue más parca, en los medios cortesanos no se entendía un banquete sin el uso profuso de perfumes y bálsamos. Los comensales se sentaban a la mesa con el cuerpo perfumado y el pelo teñido. Se rociaba la estancia dejando que cuatro palomas impregnadas de perfume esparcieran en su vuelo el aroma sobre la cabeza de los comensales. Cada parte del cuerpo, tenía su propio tratamiento: para los brazos, la menta; aceite de palmera, para el pecho; codos y rodillas se untaban con esencia de hiedra; las cejas se frotaban con pomada de almoraduj o sándalo y mejorana. Y tras las comidas copiosas y especiadas se mantenía en la boca ciertos líquidos balsámicos con los que se hacían unas ligeras gárgaras para evitar el mal aliento posterior.

 

La cosmética de los ojos eran populares no solo en Egipto, sino también en el mundo griego,, donde a imitación de la civilización del Nilo se trituraban en un mortero los caparazones de ciertos escarabajos del desierto para conseguir el polvillo que luego se mezclaba con el sombreado de malaquita que se aplicaba en los párpados; el oscurecimiento de cejas y pestañas se obtenía con una pasta hecha a partir de almendras quemadas, polvo de antimonio, arcilla ocre y óxido de cobre: el khol. Para realzar la mirada la mujer egipcia afeitaba sus cejas, pintando otras en su lugar o se colocaban cejas postizas, que en la moda antigua llagaban hasta la nariz, uniéndose ambas.

 

Los romanos, por su parte, sucumbieron al embrujo oriental, al gusto exacerbado por los cosméticos. Los soldados de las legiones regresaban a Roma cargados de productos: cosmético egipcio; tintura para el pelo hecha a base de polvo de oro, polen amarillo y harina dorada; carmín para las mejillas,  y pasta hecha a base de mandrágora para disimular las arrugas. De España traían en minio y el bermellón, para elaborar cosméticos colorantes.

 

Pero la práctica de la cosmética no estaba exenta de peligro. Desde la Antigüedad resaltar la belleza llevaba consigo el riesgo de envenenamiento. Ello fue así debido a los productos utilizados. Cuando la mujer griega se empolvaba la cara para dotarla de palidez, o la mujer romana se daba colorete en las mejillas, podían verse afectadas de parálisis, ya que esos productos estaban compuestos a base de plomo blanco y plomo rojo. Pero todo ello se sufría co tal de mostrarse en público con la imagen deseada. Incluso e el Renacimiento, pasada la Edad Media, las mujeres italianas aplicaban a sus ojos, a fin de darles inusitado brillo, gotas de belladona, costumbre cosmética que acarreaba la ceguera. Y entre los componentes del colorete, se empleó en el Siglo de Oro, un veneno activísimo: el cloruro de mercurio.

 

En la España de tiempos de Cervantes, entre los siglos XVI y XVII, las mujeres se pintaban los labios con una pomada perfumada, algo dura, que se coloreaba con jugo de uva negra y zumo de orcaneta, planta de cuya raíz se obtenía una sustancia roja que también usaban los confiteros para dar color a los dulces. Esta pasta se adhería a los labios como pintura y no dejaba huella al besar.

 

No fue hasta principios del siglo XX, con la ayuda de la ciencia química, cuando surgiría un lápiz de labios eficaz y definitivo. Nacieron las barritas de carmín que se amoldaban con facilidad y no entrañaban peligro alguno para la mucosa bucal. Y en 1926 apareció el llamado “beso rojo”, o “rouge baiser” como lo denominó su inventor, el francés Paul Baudecroux, carmín indeleble que él creó a requerimiento de una amiga.

 

Referencia: El gran libro de la historia de las cosas- Pancracio Celdrán Gomáriz- La Esfera de los Libros, S.L. / http://www.promaquillaje.com

2 comentarios

Jemaba -

A cada tiempo su moda.Hoy el maquillaje de Cleopatra causaría más miedo que otra cosa.

Isis -

Sombra aquí y sombra allá...
Los egipcios, ¡qué maravilla!.
Me ha gustado mucho los maquillajes de otros tiempos.