CLÉRIGOS, BARRAGANAS Y SOLICITANTES
Aunque los hombres de la Iglesia enseñaron que el placer sexual es pecado, un verdadero delito, de los más sucios que cometerse puedan, durante los siglos XI al XV fueron numerosos los “clérigos concubinarios”, clérigos que convivían con una barragana (concubina) de modo más o menos oficial y sin el menor problema, siempre y cuando lo llevaran con discreción y sin escándalo, practicando ese célebre consejo latino que afirma: si non caste, caute es decir: si no vives castamente, sé cauto.
A mediados del siglo XVI, la reforma protestante le echó una severísima mirada a las pequeñas licencias que se concedían nuestros clérigos en materia sexual, iniciando una verdadera campaña de propaganda contra lo que, según los luteranos y otras especies de protestantes, era una verdadera aberración de las costumbres. Para los luteranos, esos sacerdotes católicos amancebados eran, simple y llanamente, unos corruptos y unos hipócritas. En realidad, gentes sin fe ni moral que vivían al amparo de la Iglesia como verdaderos picaros. El luterano, riguroso y puritano, era incapaz de comprender que la barragana, la concubina del cura de pueblo, constituía una verdadera tradición, una costumbre que venía de lejos y hasta una necesidad imperiosa para un hombre que, aunque entregado a Dios, tenía sus urgencias en la Tierra. Los luteranos lo tenían muy fácil, porque ellos, propugnaban el sacerdocio universal, contrario a la Iglesia Católica. Según los protestantes, cualquier persona podía predicar el mensaje de Cristo, cualquier persona podía ser sacerdote de sí misma y, por tanto, los pastores reformistas, atrevida variante de nuestro cura de toda la vida, podían casarse y tener hijos. Así, los pastores del protestantismo europeo, casados y con la carne satisfecha, reconvenían al clero católico por predicar primero la castidad y entregarse luego a la lujuria.
Bajo el pontificado del papa Pablo III, se convocó en la ciudad de Trento un concilio cuyo primer objetivo, nunca alcanzado, fue lograr la unión de todos los cristianos, recientemente divididos por las ideas protestantes. Y en este Concilio de Trento, que se reunió por primera vez en 1545, fue donde se valoraron y discutieron, entre otras muchas cuestiones, las críticas que la reforma protestante vertía sobre el clero católico, impulsándose desde entonces una estricta y represiva moral sexual que dio al traste con la figura de la barragana y del arcipreste cachondo, para crear un nuevo espécimen, aún desconocido, que recibiría el nombre de solicitante, un clérigo hereje que sufrirá desde entonces la persecución del Santo Oficio.
Es el espíritu del que se va a valer la Contrarreforma hasta ampliar las competencias de la Inquisición para reprimir algunos delitos sexuales. Así, el clérigo concubinario que había hecho caso omiso a las innumerables condenas de su situación desde el siglo XIII en adelante por concilios, sínodos, asambleas, cortes y otros documentos (la repetición de la condena era claro signo de su no cumplimiento), ve cambiar radicalmente sus situación, y desde entonces, el clérigo, tendrá que hacer uso de su ingenio para procurar un adecuado alivio a su testosterona.
Surge la figura de la solicitada. El párroco se empieza a fijar en sus feligresas, y éstas, mujeres de carne y hueso que acuden a la Iglesia para practicar el sacramento de la confesión, serán cortejadas por el varón reprimido que ha de oírlas en privado, al abrigo de la intimidad que a los dos les procura el sacramento penitencial. Y allí se consuma el delito, la falta grave, la herejía en una palabra, pues actitud herética es el pervertir un sacramento para hacerlo útil a fines particulares, muy alejados de aquellos otros para los que fue instituido.
Las principales seducidas fueron las monjas y las viudas trotaiglesias, aunque también hubo casos de mujeres solteras y casadas, lo que nos da una idea aproximada de la astucia con la que debían actuar los solicitadores. Actitud ésta que no debería sorprendernos lo más mínimo, si tenemos en cuenta que en aquella época el convento era un lugar de reclusión habitual donde eran encerradas muchas jovencitas de modo obligado; muchachas que, en tantos casos, carecerían por completo de vocación religiosa y que sólo iban a tener ocasión de conocer al guapo predicador que ante ellas exhibía su virilidad altanera, tan sugerente. La efervescencia hormonal de las novicias debía de ser considerable, llegando en ellas la obsesión erótica hasta el paroxismo, disponiéndolas para el galanteo y la seducción, tentando con afiladas armas a ese reprimido fraile o a ese virtuoso sacerdote con poder para absolverlas del ímpetu juvenil, y hasta del impulso que las arrebataba a diario y las conducía hacia el pecado. Demasiada tentación para cualquiera. Se entiende, claro está; no es fácil disponer de un serrallo y renunciar a solazarse en él de vez en cuando.
Para colmo de tentaciones, en aquella época la confesión se oía en cualquier sitio, con el confesor sentado o de pie, y la penitente allí mismo, arrodillada ante él, sin pared que mediara entre ellos, con lo delicados que son siempre estos asuntos. Era durísimo, por supuesto, y los elementos parecían conspirar contra el confesor, que trataría por todos los medios de alejarse de ellos. Pero cómo: esa carne femenina a la vista, ese olor que siempre embriaga, esa soledad de los dos allí juntos, esa tiniebla del templo que invita a la intimidad, esa confidencia de ella, esas amables palabras de él, la comprensión mutua, las miradas que se cruzan y hablan, que piden, que suplican, que exigen.
Y por eso se inventó el confesionario, ese aposento destinado a lavar las conciencias, pero también a evitar el pecado. Finalmente, las autoridades eclesiásticas comprendieron que un confesor es un hombre sometido a una prueba muy difícil de superar. Había que ayudarlo. La solución llegó en 1614. Desde entonces, tal y como establece la regla, entre el confesor y la confesada debía de haber una pared,"cuya parte destinada a oírse mutuamente se halle cerrada con hoja de lata cuyos agujeros de comunicación sean tan pequeños que no permitan la entrada de un dedo". De ahí la frase “Entre santa y santo, pared de cal y canto”
Lo que se dice ni un dedo. Que no hubiera lugar para las insinuaciones. Que el confesor estuviese protegido contra la tentación que supone siempre una mujer a la vista. Por este motivo, aún en el siglo XVIII, en 1781 para ser exacto, un edicto de la Inquisición recomienda que:"las mujeres sean sólo oídas a través de las rejas de confesonarios cerrados o sitiales abiertos pero situados en la nave central o en capillas abiertas y bien iluminadas".
Aún así, y a pesar de tales prescripciones, desde mediados del siglo XVI abundaron los casos de solicitaciones. Y los solicitadores o solicitantes fueron juzgados como herejes. El primero de ellos se dio en 1533, y su caso fue instruido por el Tribunal de Toledo. El penitenciado era Pedro Pareja, vicario de Ciempozuelos, quien había dejado embarazada a una de sus feligresas. Se le impuso una multa, se le desterró de la parroquia y fue privado del derecho de confesar mujeres.
Aunque la Inquisición persiguió estos delitos, evitó siempre la publicidad de los mismos, no fuera a interpretarse como un proceso a todo el clero. Eran asuntos internos, ropa sucia que se lavaba en casa: una reprimenda, una multa para que no se volviera a repetir, una reconciliación privada, un destierro y mucho ayuno en el monasterio.
Referencia: Herejes y malditos en la historia – Agustín Celis Sánchez – Alba Libros, S.L.
2 comentarios
jemaba -
Libertad -
Tengo un recuerdo oscuro de los confesionarios, pero peor hubiera sido estar arrodillada sin protección enmedio, ante uno de esos "reprimidos sexuales". Así que tuve suerte.
La verdad es que todas esas historias eclesiásticas, dan miedo.
Información terrorífica, pardiez!