RELOJES Y DESPERTADORES
En el alborear de todas las civilizaciones y culturas que han existido en el mundo, aparece en primer lugar el interés por conocer la hora del día y distribuir el tiempo de acuerdo con unas medidas determinadas. Para poder establecer la hora del día aproximadamente, los hombres se regían por el Sol, calculando la hora según su posición relativa. Sabían que, al hallarse el Sol en su cenit, era mediodía, y asociaban los conceptos de «mañana» o de «tarde», respectivamente a la salida y la puesta del Sol. Por la longitud de las sombras aprendieron a calcular con cierta aproximación las horas intermedias.
Para determinar con exactitud mayores fracciones de tiempo y abarcar en su cómputo varios días, necesitaban, sin embargo, otros medios auxiliares. No tardaron en relacionar las diferentes y periódicas fases de la Luna con la variable luminosidad de este satélite, que va desde el perfilado cuarto menguante hasta el resplandeciente plenilunio, con una división cronológica de bastante precisión.
Nuestros antepasados indogermánicos llamaban a la Luna «la que cuenta». Probablemente observaron también que, coincidiendo con cada doce ciclos completos de las fases lunares, se producía la sucesión de las estaciones del año. El cómputo del tiempo se inició marcando en un árbol o en una estaca cada cambio de la Luna, guiándose por estas señales para establecer una cronología rudimentaria. Así surgió el primer calendario lunar con sus doce «lunas» o meses.
El reloj de Vitrubio, con cuadrante horario, era un calendario que dividía el mes en 30 días y proporcionaba un año de 360 días, debió de ser suficiente en un principio, cuando los hombres sólo eran cazadores o pastores, pero dejó de serles útil tan pronto se convirtieron en agricultores, y necesitaron mediciones más precisas para conocer los tiempos de siembra. Con este calendario llegaron a sentirse inseguros, a causa de la diferencia de cinco días acumulada anualmente por el año lunar, consecuencia de seguir considerándolo como formado solamente por 360 días.
Tuvieron que buscar, pues, otro sistema cronológico, volviéndose hacia las posibilidades que les ofrecía el Sol con sus periódicas variaciones, semejantes a las de la Luna, pero mucho más completas. Seguramente debe datar de muy antiguo la observación del momento en que se producían los distintos solsticios y equinoccios en el año solar, sirviendo ya de vaga referencia para la confección de un calendario.
Los inicios de las observaciones solares los encontramos entre los egipcios y los chinos mucho antes del tercer milenio antes de Cristo. Para fijar exactamente los solsticios y determinar el cambio de las estaciones, se levantaron los llamados «complementos» astronómicos. Por ejemplo, los egipcios construyeron el famoso templo de Karnak, dotado de la particularidad de que, cualquiera que en una mañana del solsticio de verano dirigiese su vista a lo largo de las columnas del pórtico principal, encontraría al Sol naciente directamente ante sí. Como es lógico, estos recursos eran bastante imprecisos y sus indicaciones habían de ser completadas por observaciones astronómicas de otros cuerpos celestes.
Además, también se utilizaba el «gnomon» o «indicador de sombras», con el cual determinaban la hora del día por la longitud de la sombra. Más tarde, esta posibilidad se perfeccionó mucho más mediante el uso de los relojes de sol, pero que tenían el inconveniente de no servir para nada durante las horas nocturnas. Por lo tanto, para poder tener una división aproximada del tiempo, los antiguos egipcios, desde 2.000 años a. C., usaban un reloj de agua.
Su funcionamiento era el siguiente: de un recipiente situado a cierta altura iba goteando lentamente el agua a través de un pequeño orificio, para ir a caer en otro recipiente colocado más abajo, en el que se había depositado un flotador con una varilla a la que iba unida una aguja indicadora, que se deslizaba sobre una escala existente en la parte externa del recipiente. Al llenarse paulatinamente el segundo recipiente con el agua procedente del primero, iba subiendo el flotador, con lo cual arrastraba consigo la aguja indicadora, señalando en la escala la hora correspondiente. Regulando exactamente la salida del agua, y estableciendo la subdivisión de la escala en función de la velocidad de ascensión del flotador, era posible determinar la hora con una aproximación de cinco minutos, según han demostrado experimentos posteriormente realizados.
Dividiendo la escala en 12 ó en 18 horas, y abriendo la llave de paso exactamente al mediodía, momento señalado por el «gnomon», se lograba con este sistema un ajuste a la hora local de relativa exactitud.
Este «reloj nocturno», como también fue llamado, no tardó en ser imitado por otros pueblos, cuya novedad llegó a través del Asia Menor hasta Grecia. Conocido por Platón (428-347 a. C.), lo empleó como una especie de despertador para convocar a sus discípulos a las lecturas y ejercicios en las tempranas horas del alba.
El «despertador» funcionaba por el siguiente sistema: mediante la ingeniosa disposición de dos tubos, en uno de ellos se acumulaba el aire comprimido por la paulatina elevación del agua en el reloj. Al sobrepasar el agua una determinada altura, se abría una válvula, y entonces penetraba con notable presión en los tubos, comprimiendo más el aire acumulado y obligándole a salir por otro tubo estrecho, en cuyo extremo había colocado Platón una flauta. De esta forma, el aire, al ser violentamente expulsado, producía, un agudo silbido. Dado que el momento en que había de sonar el silbido podía establecerse previamente con relativa aproximación, este «despertador» funcionaba con bastante seguridad.
Por esta época, los mecanismos de los relojes de agua se perfeccionaban constantemente. Ctesibio (300—260 a. C.), a quien, con toda justicia, se llama «rey de los ingenieros de la Antigüedad», y que, pese a su corta vida, realizó numerosos inventos —desde el cañón de aire comprimido hasta la bomba de doble efecto—, modificó también el sistema de los relojes de agua.
Mediante una especie de «válvula flotante» se consiguió, en primer lugar, que la salida del agua se produjese de un modo uniforme, cualquiera que fuese el nivel del líquido alcanzado en el recipiente, de forma que ninguna gota pudiera caer más deprisa que otra. El agua recogida hacía elevarse un flotador, a cuyo extremo se había colocado una figura que señalaba con una varita las 24 horas del día. A medianoche, al alcanzar el nivel máximo, el mismo flotador abría una compuerta, dando paso al agua que caía sobre una turbina, a la que obligaba a moverse y, mediante un sistema de transmisión de ruedas dentadas, hacía girar la columna de la fecha para señalar la correspondiente al siguiente día.
Años más tarde, Ctesibio mejoró todavía más este reloj de agua, incorporándole un sistema elevador automático en sustitución de la compuerta de salida de agua. Esto tenía la ventaja de que el agua salía bruscamente, moviendo con mayor rapidez la turbina y eliminando el retraso ocasionado anteriormente por el engranaje de transmisión. En otras palabras: el reloj funcionaba con mayor precisión gracias a la rapidez con que se producía el cambio de fecha al llegar la medianoche.
Trescientos años después de Ctesibio, el ya tantas veces citado Vitrubio introdujo una nueva mejora. Unió el flotador con una cremallera, engranada en una rueda de doce dientes, de forma que a cada hora que pasaba avanzaba un diente. En las ruedas se había colocado una saeta que giraba en función del avance de la rueda dentada, deslizándose sobre un cuadrante en el que se habían marcado las doce horas. El conjunto tenía una gran semejanza con las esferas de nuestros relojes actuales, si bien ofrecían el inconveniente de que la saeta horaria avanzaba a saltos al pasar de una hora a otra. Mediante una reducción de 48 dientes, correspondiendo en grupos de cuatro al tramo recorrido por la cremallera en cada hora, Vitrubio perfeccionó su reloj de forma que también pudiera marcar los cuartos de hora.
Al tratar de relojes, no deja de ser interesante recordar que ya los asirios, en el año 640 a. C., instalaron relojes de agua públicos. El censor P. Cornelio Escipión Nasica hizo colocar en varias plazas de Roma, en el año 159 a. C., algunos de los relojes horarios y fechadores inventados por Ctesibio; tampoco es, pues, un invento de la Edad Moderna el «reloj público», con la particularidad de que los de la Antigüedad señalaban, además, la fecha exacta del día.
Vitrubio no se conformó con inventar el reloj de saeta horaria, sino que también construyó diferentes relojes artísticos adornados con figuras dotadas de movimiento, aplicando en ellos uno de los descubrimientos iniciados por Arquímedes trescientos años antes. Arquímedes había introducido un sistema de ruedas dentadas accionado por el flotador para conseguir que, por el pico de un cuervo colocado junto al reloj, cayese una bola en un recipiente metálico sonoro, produciendo así una señal acústica indicadora del paso de las horas en los relojes de agua. Vitrubio completó este carillón, añadiéndole numerosas figuras simbólicas. Uno de sus relojes se componía de la columna destinada a señalar las horas y los días, cuyas puertas, al abrirse, dejaban salir jinetes armados, que daban saltos con sus caballos; pájaros que trinaban como los de un reloj de cuco; una figura de la Muerte, simbolizando, al parecer, la irreversibilidad de las horas pasadas, y otros muchos detalles de este tipo.
Referencia: Los descubridores – Daniel J. Boorstin- Editorial Crítica
2 comentarios
Jemaba -
Fugaz -
Muy interesante toda la explicación sobre los relojes de agua.