BURDELES, PUTAS Y REYES
Una vez sacralizado el matrimonio, considerado célula primigenia de la familia, institución básica y originaria del cuerpo social, se estableció con total impunidad la permisividad carnal con personas de otros clanes, extranjeros y extraños, gente de distinta categoría, esclavos y sirvientes, en una clara distinción entre sexo y procreación.
El sexo no era pecado y como su práctica proporcionaba el momento de mayor placer que podían experimentar los seres humanos, se buscaba sin cortapisas. Casados y solteros lo hacían sin distinguir entre hombres y mujeres.
Los burdeles constituyeron un símbolo de la tolerancia histórica sobre la sexualidad, y es uno de los primeros símbolos de la civilización humana que ha logrado sobrevivir hasta nuestros días. En otras palabras, desde que las primeras formaciones sociales adquirieron cierto grado de complejidad se vio la necesidad de establecer burdeles cuyo fin era organizar la sexualidad frente al caos y el abuso indiscriminado de los más fuertes, y fue considerado servicio público. La contraprestación económica en dinero o especie compensaba a aquellos que alquilaban su cuerpo para aplacar erotismos ajenos, y llevaba implícita la necesidad de respeto entre las partes, que estaban obligadas a respetar lo convenido. Sin ese respeto por la actividad de la prostitución no puede entenderse la existencia de los burdeles, que se erigieron como garantes del acuerdo realizado entre los clientes y las prostitutas o prostitutos.
A lo largo de la historia los burdeles han sido casi siempre bien vistos, considerados saludables y convenientes, no sólo para la población masculina; aunque a veces la autoridad religiosa o civil los acusara de antros del pecado y fuentes de disturbios.
En España los Reyes Católicos intervinieron legislando para la creación de las mancebías públicas. Fueron ellos quienes otorgaron el monopolio de la prostitución en el recién conquistado reino nazarí de Granada a Alonso Yánez Fajardo, trinchante de la mesa del rey, también conocido como el putero real.
Lo que más abundaba entonces era la práctica por libre, hasta que los poderes públicos, a la vista del negocio, pusieron los burdeles al servicio de las administraciones locales, que hacían buena bolsa a cuenta de las que ejercían la prostitución, que como advertencia debían llevar vestidos que las distinguían del resto; en España y en particular en la Villa y Corte, usaban sayas pardas con picos, de ahí la conocida frase : Irse de picos pardos.
Al encargado de regir una mancebía se le conocía como “Padre Putas” o “Padre de la Mancebía” y para ejercer su oficio tenía que recibir obligatoriamente una licencia municipal y la aprobación del Concejo de la ciudad. Igualmente, las meretrices para poder ejercer la prostitución dentro de la mancebía tenían que presentarse ante el juez del barrio y certificar que eran mayores de doce años, que habían perdido la virginidad y que eran huérfanas de padres desconocidos o abandonadas por sus familias. Una vez que el juez comprobaba estos requisitos, otorgaba un documento donde las autorizaba a ejercer su oficio, siendo el Padre de la Mancebía el responsable ante el Concejo del buen orden en el interior del burdel, estando obligado por ley “en pro de la salvación de las almas de sus pupilas”, a hacerlas “descansar obligatoriamente en determinadas fiestas religiosas”. La fiesta principal en la que las prostitutas debían dejar “descansar su sexo” era en Cuaresma, periodo de 40 días de oración, penitencia, abstinencia y ayuno, en el que se propone al hombre arrepentirse de sus pecados, siendo el Padre de la Mancebía el encargado de retirarlas de la circulación, teniendo que vivir mientras tanto de la mendicidad para poder subsistir, de ahí el dicho popular: Pides más que las putas en Cuaresma.
El mojigato Felipe II ordenó que las prostitutas llevaran tocas amarillas para diferenciarlas de las mujeres decentes, y también quiso prohibir, sin éxito alguno, la prostitución durante casi la mitad del año, y hubo de conformarse con hacerlo en Cuaresma.
Fue Felipe IV, nieto de Felipe II, quien curiosamente pasó a la Historia como el el rey más putero de España, quien legislaría en contra de la prostitución el 10 de febrero de 1623 al firmar el decreto que cerraba todas las mancebías, aduciendo la imposibilidad de aislar, controlar y administrar el ejercicio de la prostitución. Unas fueron malvendidas, otras derribadas por la especulación urbanística y algunas se convirtieron en iglesias. Mientras tanto, las putas tomaban las calles, quedando a expensas de los proxenetas. En el Madrid de mediados del siglo XVIII había censados más de 700 burdeles. Así que la prohibición había servido de muy poco, excepto para desamparar a las mujeres.
Fernando VII, con famosa entrepierna talla XXL, otro gran represor de la prostitución, no salía del burdel; Alfonso XII fue gran amante de echar canitas al aire particularmente con gente del espectáculo, al igual que Alfonso XIII, que además ejercía de productor de películas porno para su uso y disfrute, y el de sus íntimos. Del rey actual poco hay que decir, dado que como todos sabemos es depositario de todas las virtudes habidas y por haber, y del que no se (re)conoce vicio alguno.
No sería hasta 1845 que una nueva reglamentación toleraría en parte el ejercicio de la prostitución. Con mucho retraso, por fin triunfó el espíritu ilustrado en España cuando entró en vigor en 1873 la ley que toleraba las casas de lenocinio. Ahora sí que las mujeres se podrían lucir sin miedo apoyás en el quicio de la mancebía, y los proxenetas, por primera vez, quedaban expuestos a las denuncias. Ni siquiera el franquismo se atrevería a tocar los burdeles. Y es que no se le pueden poner puertas al campo.
Dejo a propósito, y para mejor ocasión, el hablar del drama de tod@s aquell@s desgraciad@s, que por extrema necesidad y contra su voluntad, se ven obligados a ejercer la prostitución.
Referencias : “Historia de los burdeles en España”- Cuando llegó a haber un putero real - Fernado Bruquetas de Castro / “La vida golfa- Historias de las casas de lenocinio, holganza y malvivir”.-Javier Rioyo.
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