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FRANZ

COCIDITO MADRILEÑO

COCIDITO MADRILEÑO

Si el común de la población pasaba hambre o al menos se las veía moradas para subsistir, una casa rica de la España de los años cuarenta o cincuenta podía permitirse almorzar un primero de potaje o cocido; un segundo de carne, generalmente solomillo en salsa negra, y un tercero de huevos o friturillas y postre. Una minoría privilegiada, los verdaderamente ricos y los estraperlistas, comían estupendamente, manteniendo los niveles anteriores a la guerra civil, e incluso superándolos. Es natural, porque tocaban a más langosta, más pollo de corral, más jamón, más dulces de postre y más "café-café".

 

Quizá este doblete cafetero requiera cierta aclaración. A falta de productos originales se idearon algunos  sustitutos que fueron resignadamente aceptados e integrados en el idioma. El café de toda la vida, aquella planta arábiga que olvidaron los turcos en el segundo sitio de Viena, había pasado a llamarse "café del bueno" o "café-café", para diferenciarlo del sucedáneo elaborado con cebada o malta.

 

Los nuevos ricos se caracterizaban por su proclividad a los signos externos de riqueza, que eran especialmente tres: los coches americanos, que muchos adquirían solicitando simplemente "El coche más grande que haiga en la tienda" y que, por consiguiente, pasaron a denominarse “haigas”; los lujosos abrigos de pieles con que cubrían a sus mujeres y a sus queridas, y el jamón serrano.

 

El jamón alcanzó tal prestigio que llegó a simbolizar el bienestar y el éxito y, para los pobres, el sueño inalcanzable. Los héroes españoles por excelencia, los detectives de tebeo Roberto Alcázar y Pedrín, comían estupendos bocadillos de jamón mientras que el antihéroe Carpanta, la propia personificación del hambre y el fracaso, poblaba sus sueños imposibles de jamones y pavos asados. No es casual que el pío país que veneraba el brazo incorrupto de santa Teresa y la momia de san Fernando erigiera dos momias comestibles en el altar de sus hambres y sus hartunas: el bacalao de los pobres, con su triste raspa acartonada, y el jamón serrano de los ricos. El prestigio del jamón era tal que llegó a ser considerado en medicina y algunos médicos, cuando veían francamente mal al enfermo, le recetaban caldito de jamón. "Cuando un pobre come jamón -observaba el pueblo, sentencioso-, o está malo el jamón o está malo el pobre".

 

En los restaurantes no se sabía bien lo que se comía. Las albóndigas quedaron tan desprestigiadas que aún hoy mucha gente las evita sistemáticamente, recelando que se hacen con las sobras de la carne del día anterior.

 

Terminada la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los fascismos, las democracias triunfantes decidieron boicotear al régimen de Franco. Pero el régimen, manipulando hábilmente la fibra patriótica, consiguió que una parte importante de la población reaccionara con orgullo hidalgo. El asolado país, haciendo de la necesidad una virtud, se encaramó en su sillón frailero, elevó la castaña a la categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo extranjero, despreciando al mundo como la zorra a las uvas: “¿Que no nos quieren?: ¡Menos los queremos nosotros! Que bloquean las importaciones de trigo y gasolina:

 

!Ya nos apañaremos: “pa poco pan”, “ninguno”!" En las tribunas líderes falangistas bien comidos, muchos de ellos con doble papada y panza creciente, como el propio Caudillo, catequizaban al pueblo con la palabra autarquía, es decir, autoabastecimiento. Había que cerrar las puertas de la patria al corrompido mundo exterior, aun a costa de redoblar el hambre y el sufrimiento.

 

Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos, el coñac se rebautizó “jeriñac”, la ensaladilla rusa se llamó "imperial" y la radio emitió con machacona constancia la inspirada loa de Pepe Blanco, en su canción “ Cocidito madrileño” al plato autárquico nacional, al centralista e imperial cocido madrileño (1), vencedor, por fin, de la cocina gabacha con toda su cohorte de mistificaciones y camelos.

 

No me hable usted de los banquetes que hubo en Roma

ni del menú del hotel Plaza en Nueva York,

ni del faisán ni los fuagrases de paloma

ni me hable usted de la langosta Termidor.

 

Pues lo que a mí, sin discusión, me quita el sueño,

y es mi alimento y mi placer,

la gracia y sal que al cocidito   madrileño

le echa el amor de una mujer.

 

Cocidito madrileño,

repicando en la buhardilla,

que me sabe a hierbabuena

y a verbena en las Vistillas.

 

Cocidito madrileño

del ayer y del mañana

pesadumbre y alegría

de la madre y de la hermana:

 

a mirarte con ternura

yo aprendí desde pequeño

porque tú eres gloria pura

(bis) cocidito madrileño.

 

Dígame usted dónde hay un cuadro con más gracia

con el color que da la luz del mes de abril,

cuando son dos y están debajo de una acacia

y entre los dos un cocidito de albañil.

 

Cuando el querer de una mujer le dice al dueño

de su hermosura y su pasión:

"Toma, mi bien, tu cocido madrileño

que dentro va mi corazón".

 

Ya se ve que el cocidito de la copla, a falta de más sustancia, llevaba mucho amor femenino, de madre, de hermana, de esposa y algo de pesadumbre.

 

Carne, poca, si exceptuamos el corazón de la cocinera expresado en esta última estrofa. Por eso, como la vida da tantas vueltas, Pepe Blanco, humilde taxista logroñés de la primera posguerra, en cuanto se hizo un nombre y una cuenta corriente, se apartó de los garbanzos y se dio al bistec con patatas y al jamón de veta.

 

La copla patriótica confortaba mucho, sí, pero no aliviaba los estómagos vacíos en las frías noches invernales en torno al desmayado brasero.

 

Para saber más sobre el hambre de la posguerra española os recomiendo leer el artículo Tiempos de Carpantas en http://batiburrillo.blogia.com/2007/051601-tiempos-de-carpantas.php

 

 

(1) Cocido madrileño (el real, no el de la copla)

 

Ingredientes: Garbanzos +carne (morcillo) + caparazón de gallina (o pollo), +pechugas de gallina (o pollo)+ morcillas + chorizos + trozo de tocino (mejor panceta, menos grasa y más carne) + punta de jamón (o un pie de cerdo salado) + repollo + cebolla + zanahorias + patatas pequeñas + diente de ajo + pasta o arroz para la sopa.

 

Servicio en mesa:  En un puchero la carne con los garbanzos, en otro la sopa y en otro la verdura con las patatas y zanahorias.

 

 

 

Referencia: Tumbaollas y hambrientos-Juan Eslava Galán- Plaza & Janés Editores, S.A. 

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