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FRANZ

Alimentos coloreados

 
Un producto de alimentación debe ser atractivo a la vista, ya que se empieza a comer con los ojos. Un alimento se compra y se acepta o no para el consumo según su apariencia, que comprende tres parámetros: modo de presentación (embalaje, iluminación,…), propiedades ópticas (color, traslucidez,…), y forma física (tamaño, textura, superficie interna,…).
 
Lo que sigue se ocupa de uno de esos tres parámetros: las propiedades ópticas, y concretamente del color de los alimentos. Así, el color es una de las características sensoriales esenciales que permiten el reconocimiento de un alimento, y que debe responder al de nuestras costumbres y a nuestra memoria histórica, es decir, deben tener un color tradicional para ser apetecibles. En función del contexto natural, comemos por costumbre alimentos amarillos, verdes, blancos o rojos, muy rara vez negros, casi nunca azules, y en cambio sí otros de color morado. 
 
Los colores no naturales parecen ser menos apreciados por el consumidor actual, que prefiere los de aspecto conocido y muestra cierta prevención frente al exceso de sofistificación, lo artificial, lo químico.
 

 

 
Por tal motivo la industria alimentaría, cuando modifica genéticamente un producto alimentario , siempre respeta y magnifica su color natural. Y es ahí en donde intervienen los colorantes, empleados habitualmente, que generalmente no presentan riesgos para la salud, y que tienen la función exclusiva de dar al producto el color ideal del producto a los ojos del consumidor. El sabor es otra cuestión que se detecta una vez comprado el producto y tiene por tanto un papel secundario en el negocio. 
 

 

Al consumidor le gusta que el salmón sea rojo, el pollo amarillo y los huevos de gallina blancos y en menor medida morenos. Pero lo cierto es que esta elección responde menos a la calidad de los productos que al acierto en su coloración. La cría en cautividad aleja a los animales del alimento que les aporta su tono natural, lo que fuerza a la industria alimentaría a intentar recuperarlo, para satisfacer a sus clientes.  
 
Un buen ejemplo es el salmón. En libertad estos animales consumen diversos crustáceos que tintan su carne, pero en las piscifactorias –de donde provienen, por cierto, la mayoría de estos animales que se consume en el mundo– esa alimentación desaparece y es sustituida por otros productos más rentables y fáciles de conseguir para el rápido engorde del salmón.
 

 

 
Así, el característico color rosa anaranjado de la carne del salmón se transforma en un gris parduzco cuando es criado en cautividad. Para recuperar el tono natural, los productores cuentan con una auténtica paleta de colores, similar a la que usan los pintores, o a las pantoneras de los diseñadores. Se trata de la carta Salmofan, diseñada por la empresa DSM –antigua división de vitaminas de la farmacéutica Roche–  y que ofrece, por ejemplo, una enorme gama de rojos anaranjados. Un estudio realizado en EEUU por Roche llegó a la conclusión de que los consumidores preferían los salmones más rojizos, ya que en su percepción relacionaban este tono con un producto más fresco, con mejor sabor y de mayor calidad. Esto significaba que estaban dispuestos a pagar más por ello.
 

 

 
Cada color está numerado y corresponde con la cantidad del aditivo (antaxantina) que debe mezclarse en la dieta de los animales, en función del color deseado.  
 
En las granjas acuáticas, una vez hecha la elección, se añade tanta antaxantina como corresponda a la tonalidad deseada y voilà!, el salmón tendrá exactamente ese color. 
 
La antaxantina es un carotenoide; es decir, una sustancia generada en laboratorio como síntesis de otros productos naturales, llamados beta-carotenos, los pigmentos rojo-anaranjados presentes en alimentos como las zanahorias.
 

  

 
La elección de colores no se practica sólo en la acuicultura. Los criadores de pollos utilizan otros carotenoides, como la cantaxantina, la zeantaxantina o la luteína, que sirven para elegir el tono tanto de los huevos como de la propia piel de los animales. Por ejemplo las granjas avícolas también cuentan con su propia pantonera, con gamas más o menos amarillentas, según el gusto del consumidor.  
 
Los humanos utilizaron en el pasado la cantaxantina como método de bronceado artificial. Pero este uso se abandonó cuando los estudios científicos demostraron que su ingesta provocaba daños en la retina. 
 
Por ello, en Europa está prohibida su utilidad para consumo directo humano, con la excepción de las tradicionales salchichas de Estrasburgo, a las que se ha permitido mantener este colorante como hecho diferencial cultural.
 
En cualquier caso, los expertos de la Autoridad Europea para la Seguridad Alimentaria impusieron en 2003 una aportación máxima de la cantaxantina en la alimentación de los animales. 
 
La presencia de este compuesto tiene que ser inferior a 25 miligramos por kilo de pienso para los salmones y los pollos para carne, así como de 8 miligramos por kilo de pienso para las gallinas ponedoras. El límite hasta entonces era de 80 miligramos por kilo.
 

 

 
Y como no todos los consumidores gustan del mismo color en la piel de los pollos y en la yema de los huevos ( las investigaciones de mercado confirman que en el norte de la Península Ibérica suele gustar el amarillo más fuerte, mientras que en el sur optan por un amarillo más pálido ) se utiliza de nuevo la carta de colores de DSM , en la que las preferencias del los consumidores se traducirían , por ejemplo , en : Tono 10, más suave, para los madrileños, el tono 13 para los catalanes y para los vascos el amarillo vivo del tono 14.
 
Como podéis suponer, los colorantes no solo se utilizan para los productos naturales, sino que se aplican también a los cocinados. Pero tranquilos, que platos así,nunca los veréis ( salvo en esas comidas a ciegas que practican algunos snobs, o que Ferrán Adriá y similares lo pongan de moda) 
 
 
 
 
 
 
 
  
 
 
 
Referencias: El color en la alimentación mediterránea- Ángel Barusi, F. Xavier Medina y Gemma Colesanti / “Público”- Para el gusto los colores-Oscar Menéndez

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