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FRANZ

PELOS AJENOS

PELOS AJENOS
Aunque los asirios eran considerados como los mejores peluqueros estilistas del mundo, los egipcios, unos 1.500 años antes, habían creado un arte con la confección de las pelucas. En el mundo occidental dieron origen al empleo de cabellos artificiales, aunque en la mayoría de los casos su función no consistiera en disimular la calvicie, sino en complementar un atuendo formal y festivo.
 
Hoy en día, sobreviven en diversos museos, y en excelentes condiciones, muchas pelucas egipcias. Los análisis químicos revelan que sus trenzas y bucles, perfectamente formados, se obtenían a la vez con fibras vegetales y con pelo humano.
 
Algunas de estas pelucas y elementos postizos decorativos eran enormes, y también muy pesados. La peluca que en el año 900 a.C. llevaba la reina Isimkheb en las grandes ocasiones pesaba tanto que la soberana necesitaba ayuda para poder caminar. En fecha reciente, esta peluca fue analizada químicamente en el Museo de El Cairo, y se descubrió que habla sido confeccionada en su totalidad con cabellos humanos castaños. Como era frecuente con las pelucas de aquellos tiempos, su prodigioso remate se mantenía en su lugar mediante una capa de cera de abejas.
 
Al comenzar el siglo I a.C., las pelucas rubias hicieron furor en Roma. En tanto las cortesanas griegas preferían blanquear o empolvar sus cabellos, las mujeres romanas optaron por las magnificas cabelleras de un rubio pálido cortadas a las cautivas germanas. Con ellas se. preparaba toda clase de pelucas rubias, y Ovidio, el poeta del siglo I, escribió que ningún romano o romana debía preocuparse por la calvicie, dada la abundancia de cabelleras bárbaras que podían conseguirse.
 
Las pelucas rubias acabaron por convertirse en el signo distintivo de las prostitutas romanas, e incluso de aquellos que las frecuentaban. La disoluta emperatriz Mesalina llevaba una “peluca amarilla” cuando efectuaba sus notorias visitas a los burdeles romanos. Y el gobernante más detestable de Roma, Caligula, llevaba una peluca similar las noches en que merodeaba por las calles en busca de placeres. La peluca rubia era tan inconfundible como las botas altas blancas y la minifalda de una buscona contemporánea.
 
La Iglesia trató repetidamente de eliminar el uso de las pelucas, cualquiera que fuera su propósito. En el siglo I, los Padres de la Iglesia dictaminaron que una persona con peluca no podía recibir una bendición cristiana. En el siglo siguiente, el teólogo griego Tertuliano predicó que todas las pelucas eran disfraces e invenciones del diablo, y cien años más tarde, el obispo Cipriano prohibió a quienes lucieran pelucas o bisoñés asistir a las ceremonias religiosas, denostándolos con estas palabras: “¿En qué sois mejores que los paganos?”.
 
Esta condena culminó en el año 629, cuando el Concilio de Constantinopla excomulgó a los cristianos que se negaran a prescindir de la peluca.
 
Incluso Enrique IV, que en el siglo XII desafió a la Iglesia negándose a renunciar al privilegio real a nombrar obispos, por lo que fue excomulgado, se adhirió al estilo que recomendaba la Iglesia para los cabellos: cortos, tiesos y sin adornos. Enrique llegó a prohibir los cabellos largos y las pelucas en la corte. Hasta la Reforma del año 1517, cuando a la Iglesia le preocupaba la cuestión más apremiante de la pérdida de miembros, no flexibilizó sus normas en materia de pelucas y estilos de peinado.
 
En el año 1580 las pelucas volvían a ser el dernier cri. Una persona fue especialmente responsable del retorno de los rizos y de las pelucas de colores: Isabel I de Inglaterra, que poseía una colección enorme de  pelucas anaranjadas, utilizadas sobre todo para ocultar el retroceso frontal de sus cabellos y la escasez progresiva de éstos.
 
Las pelucas llegaron a ser tan corrientes que a menudo pasaban inadvertidas. El hecho de que María, la reina de los escoceses, llevara una peluca de color caoba era ignorado incluso por las personas que mantenían trato frecuente con ella. La verdad no se supo hasta que fue decapitada. En el apogeo de la popularidad de la peluca en la Francia del siglo XVII, la corte de Versalles utilizaba permanentemente los servicios de cuarenta especialistas que residían en palacio.
 
Una vez más, la Iglesia se alzó contra las pelucas, pero esta vez la jerarquía se encontró dividida, pues eran muchos los clérigos que lucían las largas y onduladas pelucas de la época. Según un relato del siglo XVII, nada tenía de extraño que clérigos enemigos de la peluca arrancaran las que llevaban los sacerdotes que se disponían a oficiar una misa o a impartir una bendición. Jean-Baptiste Thiers, un clérigo francés de Champround, publicó un libro sobre los maleficios de las pelucas, los medios para descubrir a quienes las usaban, y los métodos para atacar repentinamente y despojar de cabellos postizos a sus portadores.
 
Finalmente, la Iglesia zanjó la disputa mediante una fórmula de compromiso. Se permitían las pelucas a los laicos y a los sacerdotes que fueran calvos, estuvieran enfermos o contasen una edad provecta, pero nunca podrían lucirlas en la iglesia. Para las mujeres no había ninguna exención.
 
Aunque hombres y mujeres se hubieran empolvado los cabellos con varios colores desde antes de la era cristiana, esta práctica se convirtió en la moda imperante en la Francia del siglo XVI. Los polvos, liberalmente aplicados tanto a los cabellos auténticos como a las pelucas, eran harina de trigo blanqueada y pulverizada, intensamente aromatizada.
 
En la década de 1780, la aplicación de polvos sobre cualquier tipo de peinado, natural o artificial, habían llegado a la exageración en la corte de María Antonieta. El cabello se peinaba, rizaba y ondulaba, y se le confería mayor volumen con profusión de postizos hasta formar torres fantásticas. Seguidamente, se empolvaba en diversos colores: azul, rosado, violeta, amarillo, blanco... pues cada uno tuvo su momento de moda. Las pelucas junto con la falta de higiene, hicieron que a menudo fueran acompañadas de un largo alfiler, con el que aliviar los picores que ocasionaban los múltiples parásitos que vivían en ellas.
 
En el Londres del siglo XVIII, las pelucas que llevaban los abogados eran tan valiosas que a menudo las robaban. Los ladrones de pelucas actuaban en las calles más transitadas, llevando sobre sus hombros un cesto que escondía a un niño pequeño. La tarea de éste consistía en levantarse súbitamente y apoderarse de la peluca de un caballero. Por lo general, la víctima se abstenía de ocasionar un escándalo público, dada la figura ridícula que presentaba con la cabeza afeitada.
 
Sobre los patéticos peluquines/bisoñés de caballero contemporáneos mejor corramos un tupido velo.
 
Referencia: “Las cosas nuestras de cada día”- Charles Panati.

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