MUERTOS Y MORTAJAS
Aunque el sentido común nos dice que hay que tenerle más miedo a algunos vivos que a los muertos, históricamente los muertos siempre han causado temor a los vivos; y ese temor explica los orígenes del ataúd o del sarcófago.
En el norte de Europa se tomaban medidas drásticas para impedir que los muertos persiguieran a los vivos. Frecuentemente se ataba el cuerpo del difunto, después de decapitarlo y amputarle los pies. Para plantearle más obstáculos, camino del cementerio se seguía un trayecto sinuoso, para que no supiera encontrar de nuevo la ruta de su casa.
En muchas culturas, los muertos eran sacados de sus casas no a través de la puerta principal, que tan familiar les había sido, sino por un agujero en la pared, practicado para la ocasión y que era cerrado inmediatamente. Si bien un entierro a un metro y medio o dos bajo tierra se consideraba una buena precaución, resultaba más seguro encerrar primero al difunto en un ataúd de madera. Clavar la tapa proporcionaba una protección adicional. No sólo muchos de los ataúdes primitivos eran asegurados con numerosos clavos, demasiados, según los arqueólogos, no sólo para evitar que se cayera la tapa durante la procesión funeraria, sino que, una vez depositado el ataúd en la tumba, se colocaba una piedra grande y pesada sobre su tapa, antes de cubrirlo con tierra. Cerrado ya el sepulcro, se colocaba en él otra piedra todavía mayor, que más tarde dio lugar a las lápidas. Mucho más adelante en la historia, los deudores encargaban con todo su afecto una lápida provista de inscripciones, y visitaban con el mayor respeto la tumba, pero antes de que se instaurase esta práctica piadosa, los familiares y los amigos jamás se aventuraban a pasar cerca del lugar donde reposaban sus difuntos.
Pero el asunto de los difuntos, también ha preocupado a los vivos por otro motiv0: el miedo a ser enterrado vivo.
Jacob Winslow (1669-1760) anatomista, propuso en su época que el diagnóstico de la muerte no era siempre infalible: “La experiencia nos enseña que muchas personas aparentemente muertas han llegado a levantarse de su mortaja, su ataúd e incluso de su tumba”.
El principal argumento de la tesis de Winslow era que, a pesar de que se obtenían mejores resultados con las pruebas modernas y quirúrgicas que se realizaban para determinar la muerte que con los criterios tradicionales y primitivos, seguían siendo demasiado inciertos para fiarse de ellos, y propugnaba que no se amortajara ni se colocara en un ataúd a los pacientes inertes cuya muerte no pudiese confirmarse con certeza, sin antes aplicar las oportunas técnicas de resucitación.
Esas técnicas incluían, desde irritar las fosas nasales del individuo con “estornutatorios y jugo de cebolla, ajo y rábanos picante”, hacer cosquillas con una pluma, introducir con fuerza un lápiz afilado en la nariz del cadáver, o bien frotarle las encías con ajo y estimular la piel con abundantes “azotes y ortigas”. Otros métodos consistían en irritar los intestinos mediante los enemas más ácidos, propinar violentos tirones a las extremidades y lastimar los oídos con “gritos estridentes y ruidos excesivos”. Había que verter vinagre y pimienta en la boca del cadáver y “allí donde no los haya, se acostumbra a echar orina caliente, pues se ha observado que produce efectos positivos”.
Una segunda parte de la técnica de reanimación, si lo anterior no daba resultado era practicar cortes en las plantas de los pies con cuchillas y clavar largas agujas bajo las uñas. Mientras que Lancisi recomendaba la aplicación de un hierro candente a la planta del pie, Winslow prefería derramar cera hirviendo sobre la frente del paciente; un clérigo francés sugería incluso que se introdujera un atizador al rojo vivo por el trasero de la desgraciada víctima como último recurso.
Aunque hoy en día estas medidas violentas y bárbaras parecen ridículas y más propias de la cámara de torturas del marqués de Sade que del depósito de cadáveres de un hospital de Francia, Jacques-Bénigne Winslow obedecía únicamente a sus sentimientos humanitarios.
El asunto preocupó hasta a personajes ilustres. El escritor danés Hans Christian Andersen, vivía atemorizado por la posibilidad de ser enterrado vivo. Al igual que Wilkie Collins, desconfiaba de los médicos extranjeros, y siempre llevaba consigo una tarjeta en la que se leía “No estoy realmente muerto” y que colocaba en el tocador siempre que se alojaba en un hotel del extranjero, para evitar que algún descuidado galeno lo declarara erróneamente muerto. Dos días antes de su muerte, en 1875, Andersen pidió a un amigo que se cerciorase en persona de que le cortaran las arterias antes de sepultarlo. Un coetáneo y compatriota, el excéntrico escritor Niels Nielsen tenía aún más miedo de que lo inhumaran vivo. Llegó a sugerir que a cada persona recién fallecida se la tendiese en la cama, con tartas, cerveza y vino a su alcance, para que tuviese con qué alimentarse en caso de que resucitara inesperadamente. Una vez cerradas las puertas y ventanas de la casa del muerto, el edificio debía ser abandonado y había que construir uno nuevo, al lado, para la familia del difunto. En Suecia, Alfred Nobel fue otra víctima del temor al entierro prematuro. Concluyó el mismo testamento que estipula la creación de la Fundación Nobel con las siguientes palabras: “Finalmente, es mi deseo que se me abran las arterias una vez sobrevenida mi muerte, y que, después de que médicos competentes certifiquen la clara presencia de signos de muerte, mi cadáver sea incinerado en un horno crematorio”. Otros optaron por hacer instalar en el ataúd, corriente eléctrica con la que iluminar su interior, sistemas de ventilación y conexión telefónica , para avisar a la familia en caso de un despestar inesperado. ¿ Os imagináis recibir una llamadita de esas?
Y aquí no acaba la cosa, porque cada vez más gente quiere ser enterrada o incinerada con su teléfono móvil.
Esta ‘moda' comenzó en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde gran parte de la población cree en la brujería. Teme caer bajo algún hechizo que les haga parecer muertos y ser enterrados, aunque en realidad sigan con vida, y por ello pedían ser enterrados con sus móviles y baterías de reserva, por si se despertaban. Esta ‘tendencia' se ha extendido rápidamente por Irlanda, Australia, Ghana y EE UU.
La gente quiere ser enterrada con símbolos que representen su vida, y hay a quien se entierra con su ordenador portátil y su agenda electrónica, como un tesoro funerario similar al de las tumbas egipcias de hace miles de años.
Lástima que todos los ataúdes no sean tan divertidos como los que se fabrican en Ghana , uno de los cuales os adjunto como imagen.
Referencias : “Las cosas nuestras de cada día” Charles Panati / “ Enterrado vivo” – Jan Bondeson / “BBC”.
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