La autopsia de Mona Lisa
Lo que sigue no es exactamente una ficha policial ni una fotocopia del libro de familia. Los datos y las informaciones delimitan, en realidad, las coordenadas del cuadro más famoso y enigmático del planeta, esta vez como resultado de una investigación multinacional que ha reunido a 39 especialistas para desmitificar viejos tópicos y construir nuevas verdades.
Y estos son algunos de los sorprendentes resultados:
Nombre: Madonna Elisa Gherardini. Edad: 25 años. Estado civil: casada. Profesión: sus labores. Altura: 168 centímetros. Peso: 63 kilos. Hijos: dos. Peculiaridades físicas: un ligero estrabismo. Historial médico: asma. Nombre del marido: Francesco di Bartolomeo di Zanobi, marqués del Giocondo. Profesión del marido: banquero, comerciante florentino de sedas y telas nobles. Casado en segundas nupcias con la señora Gherardini.
Marcel Duchamp le había pintado un mostacho como gesto de rebeldía y de impotencia («esta mujer tiene fuego en el culo», añadía el irreverente sujeto), pero aquella provocación dadaísta intuía en clave hiperbólica el hallazgo posterior de un modesto bigote sobre los labios de Mona Lisa.
Es un detalle que proviene del estudio cibernético realizado en Francia y que no debe sorprender, puesto que las mujeres velludas del Renacimiento tenían buen cartel. Ya lo decía un aforismo aún vigente: Donna baffuta, sempre piaciuta (mujer bigotuda, siempre deseada)
Y es que la biografía de la Mona Lisa está escrita implícitamente en el retrato que pintó Leonardo da Vinci entre los años 1503 y 1506. No hace falta apelar a los maestros de las ciencias ocultas ni a los epígonos de Dan Brown. Tampoco son necesarios los alquimistas, ni los alfiles de la hermética ni los intrépidos traductores de los viejos códigos de Leonardo.
Las nuevas claves del misterio provienen de un escáner de digitalización multiespectral en tres dimensiones y alta definición cuya resolución es 20 veces más fina que un cabello humano, y que junto con otros recursos tradicionales –rayos ultravioletas, rayos X, infrarrojos– ha permitido desnudar el cuadro y convertir el mito de La Gioconda en el protagonista involuntario una auténtica autopsia futurista.
La experiencia tuvo lugar en octubre de 2004, aprovechando que el divino lienzo necesitaba ubicarse en una nueva vitrina. El director del Louvre, Henri Loyrette, no parecía demasiado partidario de la iniciativa, pero Jean-Pierre Mohen, conservador general de Patrimonio francés, le convenció con dos buenos argumentos. Primero, los trabajos se realizarían en apenas dos noches con los mejores especialistas del Centro de Investigación de los Museos de Francia (C2RMF). Segundo, los medios tecnológicos a disposición permitirían decodificar el estado (y el misterio) del lienzo sin necesidad de producirse el menor contacto material con la pintura.
La primera preocupación de la autopsia consistía en verificar el estado del cuadro, que pese a sus 500 años, goza de buena salud , aunque con suciedad que ha recubierto a la modelo y el paisaje con un filtro de oscuridad o de polución. Tampoco entraña gravedad la aparatosa grieta de 11,9 centímetros que el cuadro presenta sobre el lado izquierdo de la cabeza de la Mona Lisa, y que resulta imposible de ver a simple vista. Sólo puede localizarse con una transformación virtual de los colores originales. El proceso convierte a la dama en una madonna posmoderna de Andy Warhol, y permite comprobar que la herida se ha reconstruido eficazmente con el tiempo, que, en realidad, acompaña al cuadro prácticamente desde su mismo origen.
¿Ciencia-ficción? No exactamente. Resulta que las aplicaciones de la terapia de la digitalización multiespectral permiten, entre otras cosas, precisar los años de las «esquirlas» que se produjeron al rasgarse accidentalmente el ajetreado lienzo de Leonardo da Vinci.
Se han descubierto los secretos y los pentimenti (arrepentimientos) del artista. Los primeros, ya los veremos, se relacionan con el hallazgo de la perspectiva atmosférica. Los segundos atañen a las rectificaciones que hizo al pintar los dedos de la mano izquierda. Originalmente se presentaban rígidos, demasiado masculinos, así que Leonardo los corrigió un par de veces con los pinceles para relacionarlos con la dulzura de la modelo. Es imposible observar la maniobra a dos centímetros de La Gioconda, pero la radiografía cibernética exhuma el esqueleto de la obra con la misma precisión que ahora nos permite despejar las incógnitas biográficas y los equívocos históricos.
El más sospechoso está vinculado con su cuna y su posición social. Parecía fuera de dudas su matrimonio con un rico comerciante florentino –La Gioconda adquiere el nombre del apellido del cónyuge– como también estaba claro que el apelativo universal de Mona proviene del diminutivo de Madonna, señora, en italiano, tal como se emplea con las vírgenes.
Otro descubrimiento es que la melena no cae libremente sobre los hombros, si no que una especie de sujeción posterior , recogía los cabellos debajo de un pequeño bonete, lo cual explica el hecho de que aparezcan a los lados del rostro sendas cascadas de cabello rizado.
También se han detectado los rastros de un velo de gasa fina enganchado al cuello de la camisa que se utilizaba tradicionalmente en el XVI para distinguir a las mujeres que acababan de parir o que estaban a punto de hacerlo.
El matiz de la mirada ubicua es un truco de Leonardo. El maestro engaña nuestras mentes porque los ojos y la cabeza de la Mona Lisa se proyectan desde el cuadro en direcciones opuestas, de modo que la trampa nos hace creer realmente la sensación de una atención persecutoria.
La cuestión de la sonrisa, en cambio, es bastante más compleja. No resulta nada fácil reconocerla cuando la miramos directamente delante del cuadro, pero sí aparece en su extraña plenitud cuando observamos el rostro de manera marginal o cuando retiramos la vista del lienzo.
La explicación radica en la técnica del sfumato. Leonardo difumina el contorno jugando con las semitransparencias de los colores y utilizando capas de pintura imperceptibles a la vista de los mortales. Así lo demuestra el escáner del cuadro, en particular cuando el maestro florentino aborda los ojos, la nariz y la comisura sagrada de los labios.Leonardo adoptó la técnica de la superposición de capas como hacían los maestros flamencos. Cogía un pincel, utilizaba un poco de aceite, añadía unos pigmentos rojos los mezclaba con los marrones y con pequeños golpecitos de pincel creaba las sombras.
La decodificación de la técnica del sfumato se relaciona con el conocimiento que Leonardo tenía de la óptica y del ojo humano. Utilizó la distinción entre la visión central y la visión periférica. La primera resulta imprescindible para reconocer los detalles. La segunda se desenvuelve mucho mejor entre las sombras. Por eso no vemos la sonrisa de La Gioconda si la miramos de frente y sí cuando empleamos la visión periférica. Es entonces cuando el ojo percibe las sombras que Leonardo había construido con el escrúpulo imperceptible del sfumato. Da Vinci utilizaba los pinceles para explicar su propia concepción del mundo. No lo hacía con cifras, con letras o con números, sino con la audacia de los colores.
Semejante punto de vista puede decepcionar a quienes esperaban la resolución de códigos herméticos entre los límites del lienzo. No hay rastro del Priorato de Sión ni alusiones a la esposa de Cristo. Tampoco aparecen las pistas para desmantelar las sectas que persiguen la estirpe de Jesús. Al menos, no han podido encontrarlas los 39 especialistas involucrados en la autopsia. Incluido un equipo de científicos del Consejo de Investigación de Canadá, al que puede atribuírsele el hallazgo de un tejido noble, seguramente seda, que Leonardo había pintado a la altura del codo derecho de la dama.
El detalle es nuevamente imperceptible para el ojo humano y para cualquier radiografía convencional, aunque reviste mucha importancia porque identifica a Lisa Gherardini con la actividad comercial de su marido. Sería una manera de reivindicar la solvencia de la familia Giocondo y de confirmar cinco siglos después de haberse terminado el lienzo que ella y nadie más que ella es la protagonista del cuadro.
La Gioconda ocupa hoy la sala más visitada del Museo del Louvre, aunque en otros tiempos el rey Francisco I de Francia lo había colocado en su cuarto de baño. Así también le hubiera gustado a Marcel Duchamp, cuyos urinarios de porcelana se subastan a precios millonarios en nombre de otro viejo aforismo dadaísta: «Cualquier objeto puede convertirse en la pieza honorable de un museo».
Referencia: “Magazine El Mundo”-La verdad de La Gioconda- Rubén Amón / "En el corazón de la Giconda. Leonardo da Vinci decodificado"-Varios autores.
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alban -